jueves, 17 de marzo de 2011

El Basilisco

“¿Puede sólo una mirada transformar
un anhelo en barro gris y eternidad?”


Era casi la una de la mañana y aún permanecía apoyado sobre el volante con los brazos cruzados. Los vidrios se estaban empañando de a poco, transmutaban la luz de la bombilla del pórtico en una estrella ambarina difusa, apagada. Estaba allí, sin moverme, en la penumbra del interior del auto, pensando, con los ojos fijos en el llavero que colgaba muy quieto del arranque, muy quieto. Podía moverse, podría moverlo ahora, pero no, estaba quieto, como yo. Podía figurarme su personalidad, tranquila y adormilada, o tal vez expectante, listo para actuar en cualquier momento, pero no, no ahora. Estos segundos lo eternizaban en su pausa. Percibía el tiempo como una sucesión de instantes de inmovilidad, como el rollo de una película, cada cuadro un instante perpetuado. Visualicé en mi mente una foto, el momento grabado. La imaginé debajo de un microscopio, apreciando las rugosidades del papel, las fibras vegetales que se entrecruzan teñidas con cáscaras de color, los pequeños microorganismos que proliferan en su superficie, que se mueven, que viven y mueren todo el tiempo. El momento preservado deja entonces de existir, el tiempo es una línea continua que avanza inexorable, perezosa, estrepitosamente.

Di arranque al auto y me fui. Me pareció finalmente que Vito había hecho bien en guardar esas anotaciones de Ezequiel y no exponérselas a nadie. Me perturbaba repensar en tantas cosas que ocurrieron. El cadáver de Ezequiel entre las piedras, besado por las olas de la marea alta, muerto para siempre; y esta carta, como si él volviera para contarme lo que le estaba pasando, desquiciado como nunca había sospechado. De eso habla su última canción. Vito era el que más sabía de todos nosotros que ocurría con Ezequiel. A él lo nombra en su carta, y me la ofreció para leerla:


"De la rama de un árbol de la calle Del Olivo cuelga un alambre en cuyo extremo habitan las imágenes de un espejo. Desde hace mucho que está allí, mecido suavemente por las brisas nocturnas provenientes del mar. Nadie se ha preocupado jamás de quitarlo, ni siquiera de prestarle atención. El espejo no refleja el entorno que lo contiene. Refleja unas miradas constantes, fijas en el tiempo, perpetuas... Hay tantas preguntas aterradoras que asfixian mi cordura.

Frente al árbol hay una verja gris de madera con motas blancas de pintura descascarada. Una puertita da acceso a la vereda que se adentra en el jardín de una casa desvencijada, de dos pisos, madera derruida, encorvada hacia delante, de espalda al acantilado. Desde allí se ve el mar y desde la playa veo la casa. Balbuceo irritado mis canciones, escupiendo a cada rato y caminando perturbado, apretujando la arena que se escurre entre los dedos, echando ojeadas a las grutas del acantilado, oteando el mar, la miseria de la lid entre las gaviotas gritonas, la línea recta del horizonte impasible. No sé de donde surgirá la bestia híbrida, bamboleándose, dejando esbozados largos asteriscos imborrables en la arena. En algún momento se detendrá el tiempo y la estática causará un gran vértigo que me acercará al abismo, a la hendidura donde habita el vacío.

En la casa ensayaba con mi banda. La compró un primo de Vito para tirarla abajo algún día y construir algo, unas cabañas, un cabaret o un castillo, no sé. En una de las habitaciones instalamos todo nuestro equipo. Sólo ensayé allí un día antes de abandonar la banda y que me dejara azotar por las olas de este mar inconmensurable, antes de ser arrojado a la playa inconciente como una concha abandonada.

El horror indecible que derrama las almas de los cuerpos, el tiempo de los amores, las fantasías, los anhelos, los despechos, las tristezas; la cruel bestia, estúpida y malvada, dejando un rastro de nada. Ser testigo de su obra es un don concedido a pocos, a nadie. Bailen mientras la música suene, mientras queden los ecos. No podrán siquiera llorar lo perdido porque nada habrá, tampoco lágrimas, sólo un plomizo devenir de inmutable silencio de vacío.

De esto es mi letra. La escribí en esa casa, con lápiz para que el tiempo la borre rápido como el recuerdo de los desconocidos. Y mientras lo hacía, Vito comentaba algo sobre una de las habitaciones de la casa, sobre las emociones que allí estaban plasmadas. Al principio no le presté atención, pero al verlo con los ojos redondos de tan abiertos, exclamando con paroxismo, y a los demás alejándose azorados de una puerta rancia de vieja, inclinada hacia delante como toda la casa, con esos mismos ojos y con sus bocas abiertas, hizo que me precipitara hacia allí para participar de la conmoción.

Escuché a medias las palabras de Vito tratando de abarcar todas las manifestaciones de locura mientras miraba aquella puerta gris con aquellas dos ventanas llenas de polvo. En la de abajo, como de entre la niebla, asomaba un niño asustado. Un niño verdadero, de carne y hueso, quieto, estático. Pasmado levanté la vista y descubrí que la puerta estaba apenas entornada y que de la rendija afloraban unos dedos largos, finos y grises. En la ventana de arriba vi, ya horrorizado, a una mujer petrificada que me miraba fijamente y me transmitía la violencia de un pavor inimaginable, con ojos sanguinolentos y pupilas contraídas. Detrás, la habitación estaba llena de figuras difusas que apenas pude notar.

Caí de bruces con las manos al piso, jadeando mientras las voces de mis amigos me llegaban como ecos de otra dimensión. Vito se acuclilló a mi lado.

 Ezequiel, ¿estás bien?

Sólo atiné a mirarlo desde el piso, sin sangre en el rostro, y preguntarle:

 ¿Por qué están congelados?

La breve respuesta fue suficiente:

 Por el basilisco."

...
 ¿Vos le dijiste eso?

 No –me contestó Vito-. Fue ese día que tuvo una recaída. Vos estabas, ¿Te acordás?

 Sí, me acuerdo.

Anduve por la Avenida Costanera, desierta en la noche. “Del Olivo” me sonaba a “olvido”. Paré ante la casa y me bajé. De los árboles que la celaban no colgaba ningún espejito. Tenía la llave de la puerta del frente, adentro estaban todos nuestros instrumentos y equipos. Ensayábamos desde siempre en esa casa y el primo de Vito nos pidió, después de comprarla, que la siguiésemos ocupando. Subí las escaleras, prendí las luces y entré a la habitación que había sido de Ezequiel. Allí se habían fabricado los encantamientos, nuestras canciones, nuestras tardes. Vender la casa fue para Ezequiel, tal vez, como vender el alma, un alma que se despedazaba. En la puerta del ropero casi se despegaban las fotos estacionadas en los dos espejos alargados. Arriba, su madre, en la cama, rodeada de familiares. Rostro descarnado y ceniciento de la enfermedad, y una última sonrisa con labios apretados. Abajo había un niño con ojos asustados, quizá mirando a través de una ventana a su propio destino, su desgarro.

Me quedé un rato, sentado en el piso, tratando de entender. Y comencé a reír de la broma macabra. ¡La muerte es divertida! ¡Se ha burlado de la humanidad arrogante y pretenciosa, ávida de la memoria, ávida de la permanencia, tanto como para crear basiliscos lisonjeros domésticos! Puntos de luz que se ahogan en un océano negro de olvido. Ezequiel no pescó el chiste. Le grité a su fantasma que lo tomara con humor.

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martes, 1 de marzo de 2011

La mesita de las ideas

“Me senté a esperar. No conocía a nadie en ese bar de la calle Libertador y sabía que era muy probable que no entrara nadie conocido. La soledad me humillaba, y comprendía que la espera y la soledad era casi lo mismo. Eso de estar acompañado por la soledad era muy trillado y no me gustaba, o eso de estar acompañado por la cerveza que estaba bebiendo, digo, porque también estaba acompañado por mis pantalones, mis cigarrillos y mis huesos. Quiero decir que prefería pensar que estaba solo, no acompañado por nadie ni por nada. La mundana soledad del que se sienta solo y no filosofa, y sólo se entretiene con concentrarse en las sutiles luces de las paredes. Y casi me estaba creyendo todo eso cuando apareció…”


Me había quedado en esa parte y noté que estaba totalmente falto de inspiración. Me levanté rápidamente de mi silla y volví a leer lo que había escrito en la computadora. En el texto no había nada y cuando debía aparecer alguien (o algo) que cambiara el triste panorama de mi cuento advertí que me había quedado solo. Todas mis ideas se habían ido vaya uno a saber donde. Me abrigué y salí de mi viciado departamento apresuradamente con la intensión de ir a ese bar y ver si allí encontraba algunas de ellas. Atravesé el patio del asqueroso consorcio con mi moto al costado hasta el pasillo oscuro que conducía a la calle. El canto repentino de unos pájaros que una vecina tenía colgando en una jaula me sobresaltó. Lo sentí como un insulto. Que mierda de gente. Sé que a mí los pájaros se me vuelan.

El aire del invierno es doloroso en la moto. Te punza, como alfileres de hielo en las manos y en la cara, se te contrae la mandíbula y sólo pensás en llegar lo antes posible, a sabiendas que mientras más rápido vayás, con más dureza te golpeará el aire.

Libertador, entre Paula y Urquiza, el tontódromo al que todos acuden los fines de semana. Bares y boliches se continúan, alternándose con algunos comercios de vinos y artesanías, alguna heladería abandonada en esta época, y casas de clase media-alta cuyos habitantes se resignan a la ruidosa movida nocturna.

Entré por un puente cerca del bar con el impulso que traía la moto. Algunos peatones se detuvieron para dejarme pasar. Hice caso omiso de ellos, tal vez por vergüenza, al notar sus mentes dirigidas hacia mí esbozando puteadas. Até la moto y el casco al caño de un cartel y entré al emporio del vicio y la ansiedad.

Solo, con las miradas encima. Uno trata de hacerse el que sabe bien que está haciendo, pero sólo hace de idiota extraviado. Todos lo saben, se dan cuenta, pero nadie dice nada. La distracción por el nuevo en el salón sólo dura una respiración antes de volver al tema que en el que ocupaban su ocio. Sólo unos pocos aburridos concentran un poco más de atención en mí, pero ellos también dan pena. Son unos aislados mentales como yo, y entre todos nos sostenemos a pesar del otro.

Tal como escribía un rato antes, no hay nadie conocido y me espera la aburrición. Que mierda, conozco gente pero nadie está. No me agradan los “conocidos a medias”, esos que saludo con ¡Eh! ¡Cómo andás!, mientras trato de recordar su nombre o al menos de donde lo conozco.

Finalmente, lo que no esperaba: el idiota del pueblo. Ese con el que no quería encontrarme, ese que me saluda animadamente mientras le seca la mente a unas chicas bastante buenas. Si no lo conociera, aprovecharía este hecho. Me acercaría para entablar una relación con algunas de ellas. Pero sé que ellas sólo desean que se vaya. Son chicas demasiado amables y educadas como para echarlo. Chicas educadas en Hello Kitty escuchando la lamentosa explicación de porque mataron a Trinity en Matrix.

La suerte me llamó (creo) a una mesa vacía. Acababan de irse dos chicas. Cuando las chicas se van, yo llego. Y si todavía no se van, espero. Así de idiota me sentía. Pero me consolaba. Me decía: “Viniste por otra cosa. Por inspiración”. Luego me hago el interesante en mi mente. Me hago el genio, me siento un genio, el diamante en bruto en el barro mediocre. El tipo más interesante de todos en ese bar. Pero nadie lo sabe. Todos ven a un idiota sentado solo, y lo peor es que me convencen de que lo soy.

“Espera un poco”, me digo. “¿No ves que nadie te presta atención? Todos te olvidarán mañana, olvidarán este ridículo que estás pasando.”

 ¿Está ocupada esta silla?- me dice uno que recién llega.

 No, adelante.

Otro que vino con él sólo me hace un gesto con la restante silla vacía que estaba ante mi mesa. Yo le hago la señal de “adelante, todo bien”, y se sientan ambos con sus amigos entre risotadas.

Ahora no sólo estoy solo, sino que se nota demasiado. Y allí llega la moza, que para colmo está buenísima y la conozco de algún cumpleaños. Yo, sentado en la única silla que hay ante la mesa, pido una cerveza, con un vaso y un platito de maní.

Bien, llegada mi cerveza (después de un rato), con mi cigarrillo prendido, me dedico a observar a los otros, hasta que me siento un idiota. Luego me dedico a observar la luz dorada que atraviesa la cerveza de mi vaso helado, hasta que me siento un idiota. En realidad, todo el tiempo, sólo ruego que ocurra algo que me saque de esta pesadilla. ¿El tiempo límite? Esa botella de cerveza.

“Ideas, ideas…”, hasta ahora todo tal cual como estaba escribiendo en mi casa. “Hasta que apareció…” ¡Las pelotas aparecieron! El Señor Fastidio da señal de su presencia. ¡Siéntese a mi mesa, Señor Fastidio! ¡Ah!, ¿no tiene silla? ¡Consígase una, y si no, quédese parado! Ojalá se fuera, pero este es un señor persistente. Se queda parado a mi lado y se apoya cómodamente sobre mi cabeza.

Llevo tres vasos de cerveza y siete cigarrillos. Estoy por prenderme el octavo. En algunos lugares se prohíbe fumar adentro. Este aún tiene la decencia de tener un sector de fumadores. Cada cigarrillo repite mis pensamientos. Cada vez más ensimismado, luego avergonzado (…cada vez más) y luego fastidiado (¡CADA VEZ MÁS!). ¡Señor Fastidio! ¡Cuánto me queda! “Tres sorbos”. ¡Pues bien! ¡Uno, dos y tres!

El apuro provocó que me atragantara con el bello líquido y comenzará a toser mis pulmones desesperadamente, con la cabeza roja a punto de estallar. Un par de tarados amables se acercaron a golpearme la espalda.

 ¿Estás bien?

Doy una ojeada alrededor. Todos me miran. Las chicas con gesto de preocupación, otros sólo con curiosidad. Algunos sonríen.

 Sí, sí. Gracias.

La moza se acerca.

 ¿Querés un vaso de agua?

 No, te agradezco. ¿Cuánto es?

 Trece pesos.

 Tomá.

 Gracias.

Se va. Me voy. Siento sus miradas. Espero que confundan mi cara enrojecida con la fuerte tos y no con el calor del momento.

El aire fresco me hace bien mientras vuelvo en mi moto. Me concentro en los aguijonazos de frío mientras me alejo del recuerdo de aquel puto bar.


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